REVISTA EL SORDO

Diario íntimo de un afinador – Día 14

Por Carolina Buratti
Ilustración por Pablo Garat

Día 14

11 de la mañana del domingo. Estoy en la puerta del club esperando que me abran. Hace un frío de cagarse. Lin no viene. Me tengo que bancar solo a estas viejas. Qué día de mierda, la puta que me parió. Ruido de pasos detrás del vidrio; ahí están, por fin. Se abre la puerta y me encuentro con la abuela de Heidi. No, ese era un tipo. Bueno, la de caperucita, qué sé yo. Toda peticita, con el pelo blanco enrulado y con unos ojos azules tremendos atrás de los lentes finitos, redondos.

Abuelita: -Vos debés ser Alberto. Pasá nene, pasá.

Me dice nene. Debe tener como mil años. Entro al salón, es enorme. Las luces están apagadas pero se ve por la luz que entra de la calle. Hay unas colchonetas apiladas al fondo y pelotas y sillas de plástico, de esas de quincho, de las que usa la gente que tiene quincho que son como sillas, pero de plástico, esas que te sentás medio mal y te vas de ojete al piso. Y si sos gordo, seguís de largo para China. China, Lin, qué carajo estás haciendo que no venís… Sigo a la abuela de caperucita hasta el final del salón y salimos por una puerta a otro salón igual al anterior de grande, pero sin colchonetas ni pelotas ni nada. En cambio hay una mesa de caballetes y tablones que pega toda la vuelta, en U. Hay platos como para ciento cincuenta personas, pero no hay nadie. Sigo caminando detrás de la abuela que cada tanto se da vuelta y me dedica una sonrisa. Al final del salón hay otra puerta y al pasarla entramos a una cancha de bochas.

Abuelita: -Alberto, quedate acá un segundito que ya vengo.
Yo: -Disculpe abuela, ¿el piano que tengo que afinar dónde está?
Abuelita: -Ahora te lo traen querido, quedate tranquilo.

¿Quién me va a traer el piano, si no hay nadie? Ah listo. Mejor me callo. Del fondo de la cancha de bochas se abre un portón de par en par y empieza a entrar gente, viejos, muchos viejos, muchísimos. La puta que me parió, parece el final de esperando la carroza, se me vienen encima con un trotecito lento pero atemorizante. Si cantan tengo una vaca lechera, me rajo un tiro. Bueno, qué hago, me quedo acá. No, me voy para adentro. Me doy vuelta y parada contra la puerta de entrada de la cancha de bochas está la abuelita de caperucita con… Ok, ya entendí. Volvió la mala racha. La abuela de caperucita está contra la única puerta que me puede salvar apuntándome con una escopeta. Listo. Y del otro lado, se me vienen los viejos al trote lento y contundente. Deben ser unos doscientos o más. Se me vienen, ya les veo los mofletes temblorosos, o sea, los tengo casi a upa. Un paso antes de llevarme puesto, frenan. Pará… Frenan todos juntos, todos a la vez. ¡Buenaaaa viejos! ¿Qué son? ¿La apertura de los juegos olímpicos de viejolandia? ¿Qué tienen, couch? Ahora se tiran el pasito para atrás de Michael Jackson y cantamos bingo. Un hombre encorvadito, bastón en mano, se me acerca.

Viejo: -Alberto, disculpá que te vamos a hacer esto, pero no nos dieron opción. Estás secuestrado. Chicos, ahora.

Chicos ahora es la señal, evidentemente, para que unos diez o quince o no sé cuántos, se me acerquen aun más y empiecen a rodearme con sogas. Van dando vueltas a mi alrededor envolviéndome con sogas. Es un poco gracioso, no sé bien qué tengo que hacer. Creo que hasta es divertido.

Yo: -Disculpen, pero quisiera un poco más de información sobre este secuestro. Yo vine a afinar un piano.
Viejo: -Ya sé, Alberto, ya sé. Pero no tenemos alternativa. Nos quieren cerrar el club.
Yo: -¿Y yo qué tengo que ver?
Viejo: -Mirá Alberto, la cosa va a ser así: nosotros te tenemos acá un par de días. Agua no te va a faltar, pero necesitamos que bajes unos kilos. Te sacamos una foto ahora, y el viernes llamamos a los medios. Mostramos cómo llegaste y mostramos cómo vas a estar el viernes. Según lo que calculamos, la pérdida de masa corporal no va a ser grave, te recuperás enseguida. Además vas a estar hidratado. Tenemos gatorade también.
Yo: -A ver si entiendo. ¿Me toman de rehén y me van a cagar de hambre para que no les saquen el club?
Viejo: -No, querido. Para demostrar que estamos dispuestos a todo. Si el viernes no nos firman el petitorio y se retira la financiera que quiere comprar este terreno, vas a tener que sacrificarte por nosotros.
Yo: -¿Y yo qué carajo tengo que ver viejos locos de mierda?
Viejo: -Tranquilo Alberto, yo fui prisionero de guerra. Ahora te parece todo terrible, pero después va pasando el tiempo, y uno se acostumbra a todo. Esperemos que no tengas que morir. Yo creo que esta gente va a ser prudente y eso no va a pasar.

Ah listo. Mi vida depende de la prudencia de una financiera. Justo.

Abuela de caperucita: -Alberto, nene, ahora para homenajearte, vamos a comer un asadito. Es tu almuerzo de despedida de la comida. ¿Te gusta el asado querido? Hay mollejitas y todo…

Dicho esto, me llevan al comedor, así atado como estoy, me sientan en el medio de la U y entre un par de viejas se turnan para servirme vino, agua, gaseosa, me dan ensalada –me dan de comer en la boca porque estoy atado, claro-, me cortan el asado, los chinchulines, las mollejas… Si no fuera por el contexto, podría afirmar que es el mejor almuerzo de mi vida. Y de postre: flan casero de dos mil huevos. Es enorme, lo traen entre ocho. Me pregunto qué tamaño tendrá la heladera si puede guardar ese flan así, entero. Y ese plato, es de premio guines, no me jodan…

Abuela de pelo celeste: -¿Dulce de leche o crema?
Yo: -Dulce de leche

Me dedico a comer, como un niño. Falta que las abuelas me cuenten un cuentito y listo, me podría dormir una siesta hasta el viernes directamente. Invernar. Pero no. Terminada la comida, empieza a sonar una música y los viejos se van todos al centro de la pista. Es como si los hubieran inyectado con lo mismo que Cocún. Bailan tarantela. Revolean las patas, gritan, hacen trencito. Ok, ahí están de nuevo. Se me vienen encima. Uh estos viejos copetes me van a hacer de goma. No, no, no me agarren, la puta que me parió, me van a tirar, ME VAN A TIRAR VIEJOS BOLUDOS!!!!! Listo. Mosh sobre los viejos. De cara al techo me pasan de mano en mano. Alguna vieja mete mano y me toca el culo. ¿Qué puedo hacer? Estoy atado, en un mosh de viejos como si fuera Mick Jaguer. Lo único que falta es que me revoleen por el aire. Listo, me empiezan a revolear.

Yo: -¡LA PUTA MADREEEEEEE! ¡¡¡¡AAAAAAAAAHHHHHHHHH, BAJENMÉEEEEEEE!!!!!!! ¡ESTÁN LOCOS!!!! ¡VAN A IR TODOS PRESOS!

Nada. Sigue la música. Sigue la joda. Me siguen revoleando. De pronto me bajan y me dejan ahí tirado. Tuve tanto miedo que me duele el cuerpo de los nervios. No me puedo ni mover. Se me acercan dos viejitas y una me da un pinchazo. La veo cuando guarda la jeringa. No, otra vez la burundanga no. ¿Qué soy? ¿Un ratón de laboratorio?

(…)

Qué frío che. Me voy a quedar un rato más en la cama. Mejor ni abro los ojos así no me despierto. Qué boludo, debería haber cerrado la ventana. Este viento me va a congelar. Y el sol, el sol de mierda que pasa a través de los párpados. La puta madre. Ya sé: me levanto, la cierro y vuelvo corriendo a la cama. Ni abro los ojos, llego de memoria, así no me despabilo más. Listos, preparados, ¡ya! Me paro y salgo corriendo por el cuarto hacia la ventana. Golpe en la rodilla. La puta madre, ¿qué puse acá? Abro los ojos y AAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHH LA CONCHA DE MI VIEJAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA. Estoy en el borde de un precipicio. Me agacho, no sé, el instinto. Del cagaso me transpiré en un segundo toda la ropa. Estoy en una terraza, hay una cama con frazadas, una jarra con agua y un vaso al lado. Pero no sé, debe ser el piso 50. Ah, la burundanga. Viejos del orto. ¿Dónde carajo me dejaron? Vuelvo a la cama gateando. Tengo tanto vértigo que no me puedo ni parar. Menos mal que me choqué con esa maceta de mierda, si no ya hubiera hecho mi agujero en planta baja como el coyote del correcaminos contra la piedra. Me tapo. La ropa toda chivada y el viento me dieron más frío. Hay algo debajo de la almohada. Un papel. Es una nota: “Alberto, le pedimos mil disculpas. Con esa jarra de agua pasa el día de hoy. Cuidelá. Mañana le llevamos otra. Besos. Los abuelitos.” Los abuelitos y la reputísima madre que los remil parió. Ruido. Uh. Bocha de ruido. ¿Qué me falta? ¿Un terremoto? ¿Un avión que se estrelle contra este edificio de mil pisos y nos haga cagar la fruta a todos? Dale, mandameló. Listo. Soy adivino. Un helicóptero que parece planea aterrizar sobre mi cabeza. Hace un viento insoportable. ¿Este helicóptero de mierda posta va a aterrizar acá? Me meto debajo de la cama. Se escucha el ruido insoportable. Desde ahí de pronto veo una soga que se mueve. Una soga con un gancho. Viene de arriba. Me asomo. Colgada del helicóptero Lin me hace señas. Ahhh boeeeeeeee. Listo chicos, soy feliz de nuevo. Lin viene a rescatarme en helicóptero. ¿Cómo llegamos a esto? Me hace señas para que me agarre de la soga. Me agarro, me ajusto el gancho al cinturón, a la una, a las dos, a las tres, estoy volando. Vuelo colgado de una soga por encima de la ciudad. Soy Indiana Jones. Empiezo a trepar y Lin me ayuda a subir. Me abraza. Va a la cabina, saca el piloto automático, se pone los auriculares y conduce. ¿Lin conduce helicópteros? Listo, tachame la doble.

Lin: -Jefe Alberto, disculpar Lin tardar en venir. Estaba detrás de la pista. Ya tengo el mapa de recorrido.
Yo: -Lin, no sé de qué me hablás.
Lin: -Ajuste cinturón jefe. La ruta del kanikama. Vamos para Brasil.

Por el amor de dios, que alguien esté filmando todo esto. Lin dobla y es como estar en una hamaca gigante con un estómago gigante que se apachurra de vértigo. Nos metemos en las nubes. ¿Cómo se verá desde afuera? Lin manejando, yo de copiloto y el helicóptero que se pierde entre las nubes rumbo a Brasil…

Julito, querido, a la vuelta te traigo unos garotos. Mientras tanto, lustrate la chota.

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