Por Carolina Buratti
Ilustración por Pablo Garat
Día 5
Me pone de muy mal humor despertar con ruidos. Despertar por culpa de ruidos. El consorcio está arreglando el contrafrente y todos los cachos de pared que pican caen en mi patio. Tendría que vivir por lo menos en el segundo piso. Planta baja es lo peor. Espero que estos cascotes por lo menos vayan aplastando a las cucarachas que a esta altura son las dueñas de mi casa. Maldita la hora en que Julio me recomendó alquilar el departamento de portería porque era más barato. Viejo de mierda. Me sigue cagando.
Salgo de casa con la bici que conseguí de segunda por el nieto del del almacén. No está mal. Una cuadra. Dos. Tres. Ya tengo la rodilla derecha cansada de pegar contra el bolso de herramientas que colgué en el manubrio. Bueno, son un par de cuadras más. Llego al toque.
(…)
Voy a tener que bajarme y caminar. Tengo la rodilla hinchada y roja. Llego a pata 45 minutos después del horario acordado. Toco timbre. Nada. Pienso que seguramente se fueron porque llegué tarde. Vuelvo a tocar, por las dudas. Se escucha un ruido desde adentro. Alguien que arrastra los pies y un manojo de llaves. Me abre una vieja. No me dice nada. Sonríe. Entro. Es un ph al fondo, por pasillo larguísimo. No pensé que una cuadra pudiera medir tanto del lado de adentro.
El piano está en un cuarto lleno de polvo, tapado con una sábana. Es como un depósito. Es un vertical, bastante hecho percha. Lo empiezo a desarmar para revisar la máquina. Lo más probable es que me la tenga que llevar y hacerla toda.
Yo: -Señora, lo voy a desarmar. Tal vez me tenga que llevar la máquina, en ese caso…
Vieja: -Sí querido, haga haga…
Dice eso, que es lo primero que dice, y se me queda parada al lado. Entra un gato. Me pongo a trabajar, voy desarmando el piano y apoyando las partes en el piso, donde puedo porque no hay lugar, está lleno de trastos. Entran dos gatos más. La vieja está ahí, dando vueltas entre las cosas. Los tres gatos la siguen. Decido abstraerme en el trabajo porque la vieja se puso a cantar y me desconcentra. Tengo sed, hace calor y hay mucho polvo.
Yo: -Señora, ¿le puedo pedir un vasito de agua?
Ella sale sin decir nada y los gatos la siguen. Son siete ahora. Aprovecho para mirar todo lo que ahí acumulan. Hay estanterías que llegan hasta el techo, de esas de metal, feas y útiles, como de depósito de mercaderías. Vuelve la vieja con un sifón, un vaso y los gatos que ya son más, como una docena. Me sirvo soda, la vieja canta y los gatos empiezan a pelear. De pronto están todos alterados y corren de un lado al otro. La puta madre con estos bichos de mierda. Se suben al piano, que aun no logré desarmar por completo. Uno se mete por el agujero de la tapa superior. Grita, araña y sale finalmente con una bolsa en la boca. Los otros se le acercan y lo rodean. La vieja ni enterada. Entran más gatos y todos se van poniendo al rededor de la bolsa. La puta que me parió, jodeme que la bolsa es de merca… Los gatos aullan, se van moviendo nerviosos, cambian de lugar, suben y bajan de las estanterías. Todos, menos uno, que tiene una pata sobre la bolsa y parece que de ahí no lo saca nadie. A la vista de todos -menos de la vieja que está en otro mundo cantando entre los trastos-, el gato rasguña delicadamente la bolsa hasta hacerle un tajo perfecto. Separa con las patas una parte y otra hacia los lados y mete la cabeza. De ahí en más, el infierno. Los gatos se tiran de jeta a la bolsa y se matan por enterrar el hocico ahí. No tengo idea de cuánto será, pero es como medio paquete de yerba. La vieja canta, los gatos se matan por la merca y yo estoy ahí en medio de ese tornado de mala suerte. Gatos faloperos, era lo único que me faltaba ver. Creo que lo mejor es seguir con mi trabajo. De todos modos qué carajo me importa a mí por qué esta vieja tiene el piano lleno de merca, por qué los gatos saben que la merca está ahí, por qué la vieja canta como si no pasara nada, por qué carajo tengo esta vida del orto y tengo que trabajar con pánico a que un gato frulero me salte encima y me arranque los ojos.
Dejo todo así como está.
Yo: -Disculpe señora, yo ya me tengo que ir. Le cobro la próxima el adelanto, cuando me lleve la máquina.
Vieja: -Perfecto querido
Me acompaña a la puerta por ese pasillo horroroso y los gatos la siguen. Ya ni sé cuántos son. Salgo de ahí y no sé por qué corro. Corro hasta la esquina con mi bolsa de herramientas. Corro seis cuadras, diez, veinte, ya ni sé cuántas. La puta madre, me dejé la bici allá.
No sé si la autonomía es tan buena idea. Tal vez en un tiempo tenga que volver con el forro de Julio.
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