REVISTA EL SORDO

El fantasma de Discepolín

Por Diego Antico

Discépolo fue un niño alegre: simpático, charlador, risueño. Todo cambió cuando vio el primer fantasma. Tenía 12 años, estaba en el patio de su casa en Balvanera, y en plena reunión familiar, mientras su madre servía sus celebrados buñuelos de acelga, describió la presencia del tío Evaristo Discépolo, muerto de un trabucazo artero en los levantamientos de la Unión Cívica Radical de 1893, a quien nunca conoció. No volvieron a comer buñuelos en esa casa. 

Desde entonces, los contactos sobrenaturales se hicieron frecuentes; pero no cualquier muerto se le aparecía al pobre Enrique, no. Su casa era un desfile de tragedias: ahorcados, mutilados, ahogados, envenenados, fusilados. Toda clase de fantasmas maltrechos irrumpía inesperadamente. Un día, le atajaron un penal en un partido de fútbol; ante las recriminaciones de su equipo argumentó que fue el hombre apuñalado que se había parado al lado del arco el que le dijo que lo pateara fuerte y al medio. Su vida se fue vaciando de amigos y llenando de almas en pena, y su ánimo se fue ensombreciendo.

En 1918, a los 17 años, acudió, llevado por su hermano Armando, a su primera sesión de espiritismo, en la Asociación «Constancia». Ahí presenció las dotes del famoso médium platense, Osvaldo Fidanza. En la sesión, fueron convocados los espíritus de un domador de caballos tartamudo, el de un panadero de Pompeya muerto por la erupción del Vesuvio mientras orinaba y el de un enano catamarqueño, mordido por una yarará, que hizo levitar varias veces la mesa; fue tal el impacto que este último generó en Discépolo, que años más tarde inspiraría el nombre de su famoso personaje: “Mordisquito”. 

Luego de la sesión, Discépolo le contó a Fidanza sus experiencias con el inframundo. El médium le dio algunos consejos para controlar su don sensorial: “es como abrir y cerrar un frasco de mermelada”, le dijo. Aunque confundido por la metáfora, Discépolo logró poco a poco domar a sus espíritus. Comenzó a organizar sesiones espiritistas a las que acudía todo el barrio para conectarse con los seres queridos ya fenecidos. 

Entre sesión y sesión, Discépolo tuvo una revelación determinante para su carrera de letrista. Las historias fantasmales eran una gran materia prima para los paisajes quejumbrosos del tango porteño.  Así, un carnicero infartado, condenado al averno por hacer pasar carne picada común como especial, le soltó un relato lacrimógeno, que Discé polo en la letra de “Condena”: “Yo quisiera saber/ qué destino brutal/ me condena al horror/ de este infierno en que estoy”. O la historia del lechero muerto por una patada de su propio caballo que devino en la letra de “Desencanto”: “Yo vivo muerto hace mucho/ no siento ni escucho/ ni a mi corazón”. Una tras otra, las historias de su tren fantasma de perdedores se fueron convirtiendo en letras de una tristeza abismal: “Cuando manyés que a tu lado/ se prueban la ropa que vas a dejar” (Yira Yira); “Déjame que llore como aquel que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte” (Uno).

Y cuando no eran los finados, eran los deudos los que alimentaban la maquinaria poético-mortuoria de Discepolo: “¡Sabes tú y Dios/ que no es posible el dolor/ de estar en la vida sin ti” (En la luz de una estrella). “Castigo de vivir/ sin poderte olvidar/ Tu ausencia es un tormento/ que tortura sin matar.” (Tu sombra). 

La historia cuenta después de muerto, Discepolo, tenaz en su afán autoral, le sopló al oído a Cátulo Castillo los versos de “Mensaje”, su letra póstuma, que aquel transcribió. Atento a esta tenacidad de ultratumba, el equipo editorial de los Archivos Lisérgicos de Revista El Sordo organizó un juego de la copa en el que fue convocado el espíritu de Enrique Santos Discépolo. La pregunta que se le hizo fue qué pensaba él acerca de la actualidad de los célebres versos de Cambalache, “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé/ en el 510/ y en el 2000 también”. Transcribimos su respuesta: 

M – E – Q – U – E – D – E – C – O – R – T – O.


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