REVISTA EL SORDO

La Milonga del Futuro – Entrega I

Por Fernando Krapp
Ilustración por Hago Tiritar los Pastos

Le brillaban esos ojos marcianos. Un negoción, dijo. Si nos va bien, no sé, no quiero ni pensar si nos llega a ir bien, dijo Mike entre dientes mientras cortaba un ajo con precisión de cirujano. Qué sé yo, dije, aunque la idea ya estaba en mi cabeza. Era una mosca molesta, la idea. Saqué un filet de merluza del freezer, cerré la puerta, pensaba: por qué no. Trabajábamos, él, Rita y yo, en un restorancito de zona sur: “La Martita”. Uno de esos lugares “a puertas cerradas” donde se paga una fortuna por la poca cantidad de comensales, la atención personalizada del dueño, que oficia de bufón del rey, y un cacho de pescado a la parrilla con un poco de rúcula como si eso fuera cocina de alta gama. Hacía rato que buscábamos otra cosa. Y ahora se venía con el cuento: había conseguido el fondo de comercio de una milonga en el centro.

El lugar estaba un poco venido a menos, había que ponerlo a tono, darle una mano de pintura a las paredes, lijar la barra (vieja y muy linda, según me contó), comprar unas luces, contratar un diyei o pagarle a alguna orquesta chica que estuviera en ascenso, y algunas cosas más. Lo que sacáramos de la comida y de la barra sería para nosotros, y las entradas para un NN que hacía de dueño del local. Puede ser, pensé esa misma noche mientras armaba un plato tirándole un poco de pimentón en las esquinas como decoración, detalle pedido por mi jefe (la comida entra por los ojos, decía el muy insoportable). Con nuestra experiencia podíamos llevar adelante una cosa así, ya que ese restorancito lo trabajábamos nosotros; así que por qué no. Tan sólo pensar en escaparme de los horarios enfermos de esa cocina, y no tener que soportar más al imbécil del dueño con sus delirios de grandeza culinaria, no sé, me brillaban los ojos como a Mike. Quizás el negocio funcionara. Quizás nos fuera bien. Uno nunca sabe. Y si nos iba bien, bueno, podría pensar en cosas concretas: comprar una casa, tener mi restaurante, uno chiquito, de comidas rápidas, o bien fumarme la plata en lo que se me cantara. Y si no, al menos, tendríamos la oportunidad de mirar a algunas extranjeras que caerían al baile, cosa que ya era suficiente, comparado con las parejas de cetáceos que venían a “La Martita”. El que no arriesga no gana, dicen, ¿no? Así que arriesgué todo lo que podía arriesgar.

Cuando llegué al lugar un miércoles por la tarde la realidad golpeó fuerte mis ilusiones. Había que laburarlo en serio, poner el cuerpo, hacerse cargo. No iba a salir así como así. Era una especie de sociedad de fomento, una vieja fábrica donde alguien había colgado unas luces, había puesto una barra (linda era, como dije) y un cartel en la calle. Los tiempos cambian, ahora se necesita marketing, se necesita otra cosa para poner un local a tono. Se necesita una estrategia, decía siempre Mike. Había que pintar, comprar más luces, una bocha de espejitos, quizás una máquina de humo, hacer una tarima como si fuera un escenario, por si llegábamos a tener una orquesta, arreglar las paredes con un poco de enduido, lijar la barra, lijar el piso y las puertas, arreglar con losa los baños. Había que trabajar. Mike, por suerte, no es un tipo que se conforme con la idea y no haga nada. Es quedado, pero trabajar trabaja. Y eso suma, porque si no tenés un socio así estás muerto. Así que le metimos pata. No pasaba un día sin que nos mandáramos un par de horas a pintar. Llegamos a aguantarnos la noche entera trabajando después de hora. Salíamos del restaurante y con el autito que tenía Mike íbamos en silencio, chupando frío y humo de cigarrillos hasta la Milonga, para llegar a abrirla en septiembre, mes fuerte del turismo según nos habían contado.

Arreglamos un precio con un diyai (no nos alcanzaba para la orquesta), contratamos un pibe conocido nuestro que se haría cargo de lavar los platos sucios, y más adelante le diríamos a Rita que sirviera en las mesas de alrededor algunos tragos, algunos platitos. La idea era mezclar la cocina mediterránea con la comida criolla. En lugar de carnes y embutidos serviríamos pescados, marisquitos baratos que podíamos comprar en el Mercado Central; en lugar de empanadas de carne, empanadas de atún; hacer una cosa sencilla, sin estar tan armado para el turismo. Había que tener buenas ideas. Algo sencillo, acogedor, decía Mike, un lugar donde la gente pudiera sentirse a gusto, bailar. Tenemos que reformular el concepto de Milonga, decía Mike, otra cosa, algo nuevo, algo novedoso. Una Milonga del Futuro.

Por eso, decía Mike, teníamos que pensar bien en el nombre. No podíamos ponerle Malena o Cambalache o Discepolín o los Muchachos. Tampoco podíamos ponerle Milonga del Futuro, eso era el otro extremo (confieso que a mí me gustaba, y ése fue mi error). Vos no sabés nada de negocios, me decía Mike, y quizás, teniendo en cuenta lo que vino después, fuera cierto. Así que cada noche, cada viaje en el Clio destartalado por la 210, cada pintada, cada lijada a la pista, cada barnizada, cada esfuerzo que hacíamos, cada gramo de energía que gastábamos en este proyecto, la cabeza de Mike carburaba, procesaba, conectaba, buscaba empedernido ese nombre que iba a atraer como una flor carnívora a miles de insectos turísticos.

Cosmópolis, dijo cuando la vio terminada. Yo moví la cabeza hacia un solo lado y dije: ¿te parece? Claro que me parece, dijo. ¡Es perfecto! Resume todo lo que pensamos del negocio. Cosmópolis, dijo y abrió sus dos manos estirando los dedos como si estuviera agarrando una pelota de cristal. Entonces bajó los dos peldaños que separaban la pista de los alrededores, dio un par de pasos de baile inventado, aplaudió y gritó: ¡Cosmópolis! Es el nombre que tenemos que ponerle. Porque el tango es un cosmos. Sí, dijo cuando se acercó. Y me abrazó con emoción: Cosmópolis, Huguito.

Para leer La Milonga del Futuro completa hace click acá