Por Fernando Krapp
Ilustración por Hago Tiritar los Pastos
Verán, todo tiene una grieta. Todo. No hay nada que no tenga una grieta por donde ver el caos que gobierna una creación. La perfección se basa sobre ese principio de caos, me había dicho Mike. Pero nunca le di bola a sus delirios de profesor Neurus. Tampoco a Claudia. Andaba ensalsado. Claudia dejó de dormir en casa, me decía que estaba raro, que no le gustaba que estuviera tomando tanta cocaína. La dejé ir, la dejé que me dejara, qué me importa. Hay miles de minas dando vueltas, tirando ochos por todos lados, no me voy a ensartar con una sola. Así que el día después de la vieja volví a la Milonga y vi el nuevo cartel: “Milonga del Futuro”. Ahora sí sentía que era realmente mía, que era mío ese bodoque de hormigón, ladrillo, cemento, madera y fierros, construido vaya a saber por quién, donde ahora sonaba una música vieja, pero nueva, tan nueva que era del futuro, música para que se moviesen unos cuerpos espásticos. Todo era mío, realmente mío. Todo. Ahora me sentía un dueño, un jefe, un Dios. El combustible y el motor, todo junto. Me sentía otro. Me sentía cinco centímetros más alto de lo que realmente era. Y por eso me sentía mucho más solo que antes. Me sentí solo cuando llegaron los otros cantores. Solo con Sosa, solo con el Polaco, solo con Pichuco. Había pasado el vendaval de la sorpresa, así que ahora los veía como empleados, como cosas.
Se venía la Gran Noche. Yo tenía preparado el traje blanco, cruzado. Los zapatos con punta negra. El peinado para atrás. Era mi noche, una noche exquisita de soledad, de soledad más densa que la noche más oscura. La gente se arrinconó en la puerta; se había corrido la bola de que ahora no sólo estaba Gardel, sino el resto: los grandes cantores del tango de todos los tiempos. Iba a ser una noche mágica. Así que me acerqué a la ventana y miré hacia afuera; la cola era inmensa, larga como un gusano infinito. Me sentí bien, me sentí otro. Estaba lleno. Ni en la época de Mike hubo tanta gente. Muchos turistas, claro. Pero tampoco voy a hacer asco a nada. No me importa el nacionalismo. Esto es el Futuro. Hay que vivir en el Futuro. Así que cuando se hizo la hora, me acerqué al escenario y una luz me iluminó la cara. Pensé que iba a sentir miedo, a sentirme expuesto, pero no: nada, che. Me sentía bien, como dije, me sentía otro. La luz me daba en la cara, hice un silencio, que no fue incómodo, sino expectante. La tensión fabulaba en los rostros historias intricadas. Me gustaba esa posición. No entendí cómo nunca la ensayé antes.
Saben ustedes, dije, hoy es la gran noche. No sólo porque es una noche fresca y agradable, entrando ya en el invierno, sino porque es una noche única. Hoy por primera vez en la historia van a poder ver a todos los cantantes de la historia juntos. Porque esto que van a vivir hoy, esto que van a experimentar ahora, es verdad. Es la Milonga del Futuro. Y con ustedes, Roberto Goyeneche. El Polaco dio unos pasos sobre el tablón, me abrazó, y yo negué ver algo raro en su sonrisa de metal. Me hice a un costado. La orquesta tiró los primeros acordes, los fueyes rezongaron sus penas pasadas y el Polaco empezó a cantar “Maquillaje”, un tango que a mí me gusta porque ilustra muchas cosas de la vida, de las mujeres, del amor. No es cielo ni es azul, ni es triste tu canción, ni al fin tu juventud. ¿Hay más verdad que en el tango? Entendí a Mike. Entendí cómo lo había chupado esta música que para nosotros al principio fue nada más que una manera de hacer plata y sobrevivir. Tú compras el carmín, y el pote de rubor, que tiembla en tus mejillas. Y ahí lo vi. Vi que la cara del Polaco temblaba, porque realmente tenía ojeras con verdín, y su cara era una máscara de arcilla. Vi la grieta, la grieta de la que me había hablado Mike alguna vez en nuestra vida de amigos, vi que el Polaco era otra cosa más allá del Polaco, muchísimo más. Porque el humo del tabaco formaba figuras en el aire, y de golpe, un grito, Claudia aterrorizada, y quise moverme, y escuché que alguien trancaba la puerta, y una ola de horror empezó a cercar la noche. Vi que el Polaco no cantaba más sino que la letra se desencadenaba sola en mi cabeza, vi a Troilo, a Gardel, a Goyeneche, a todos los que habíamos despertado para poner a tono la milonga, que se estaban tirando sobre los bailarines. Más, muchísimo más, aullaba la letra en mi cabeza al ver cómo el Polaco hincaba los dientes en una pareja de suecos, Troilo le sacaba el brazo a una vieja que había caído con su amiga y se lo llevaba a la boca, tímido y fatal. Y al verlo a Gardel que se arreglaba el color, pero sin sollozar, y clavaba sus molares eternos y más blancos que el humo del tabaco en el cuello de unos bailarines, caí cuesta abajo en mi propia rodada. Nunca dejé de ser Huguito. Es el mito. Quise bajar del escenario, ayudar a Claudia. No lo hice. No sé por qué no lo hice, la verdad. Corrí por el pasillo, subí las escaleras que llevan a mi cuarto, y me encerré en el armario. Escuché gritos durante toda la noche. Nadie vino, nadie nos ayudó. Después me encontraron y ahora me miran desde arriba, se sorprenden del desquicio en la pista de baile, me atormentan con preguntas insanas.
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El relato «La milonga del futuro» está incluido en el libro Bailando con los Osos, que 17grises acaba de reeditar y distribuir en librerías.