Por Clara Beter – Foto por Amalia Fischbein
Para comenzar, te pido que describas el contenido de la “poética Serén” y, de alguna manera, su archivo. ¿Qué personajes, sensaciones, lugares o ideas componen tu imaginario poético? ¿Por qué te interesan? ¿Cuáles excluís deliberadamente de ese universo y por qué?
El contenido es azaroso; todo depende si la manzana que estoy a punto de morder me lleva a un recuerdo familiar juntando sillas y vinos debajo de la sombra de un árbol, o si me encuentra con un gol del palomo Usuriaga en la doble visera, o si me traslada hasta el trabajador rural que la recoge y clasifica por un salario que no vale ni un segundo de mi mordida. Digo manzana, pero puede ser una cumbia que se escucha a lo lejos, una película de vaqueros, una foto de mi primera comunión… Detrás de cualquier sentimiento, historia, personaje, paisaje u objeto existen infinidades de elementos que lo/a constituyen. Mi objetivo es recorrerlos, intentando enriquecer ese contenido poético.
Desde mi punto de vista, siempre son más claro los límites que los espacios por completar. En cuanto a estructura, el espacio es el puntapié inicial al primer garabato de una idea, pero los límites son los que me permiten no distraerme y trabajar cómodo sobre su blanco. Es decir: este es mi barrio; ahí están sus escuelas, sus kioscos, sus personajes, sus canchitas. Lo conozco bien; sé cuándo se mudaron los de la esquina, recuerdo los negocios que pasaron por una misma persiana y cuando un temporal les voló el techo de chapa a los del conventillo. Si camino demasiado, puedo reconocer a ese cruce de calles donde lo siguiente pasa a ser otro punto del mapa municipal. Básicamente porque estoy pisando un territorio que me es ajeno y en el que me siento extraño; no sé quiénes son los que pasan, no sé bien cómo ubicar sus plazas, ni en que lugar puedo tomar algo tranquilo con mis amigos. No me resulta honesto escribirle a aquello a lo que no pertenezco, tampoco trabajar sin reconocerme en la métrica de una canción.
Porque el barrio de uno es la síntesis perfecta del mundo; una reducción que en lugar de apretarme, me permite sumar recursos. Leopoldo Marechal decía que el tango es una posibilidad infinita y esa posibilidad existe porque el tango también se ajusta. Por la misma razón, puedo distinguir cuáles son los motivos o personajes de una temática que no me resultan interesantes; se trata de todos/as aquellos/as que no pueden entrar en mi casa sin llaves. Para evitarlas, las diferencio en dos categorías; las muy lejanas (la extinción de la tortuga austríaca, la batalla en Saigón o una historia de malevos y faroles) o las tan cercanas que pueden andar rozando el oportunismo (escribir, por ejemplo —y para no darlos—, sobre una noticia de impacto que este en boca de todos, incluso en la propia.)
Entonces, lo que me queda —porque también es ahí en donde veo a los míos— es relacionarme con el olvido, con el esplendor perdido, con un sabor que nunca llega o con ese que ya sabe a otra cosa. Ahondar sobre los olvidados y sobre los que provocaron en ellos ese olvido. Buscar sin éxito la respuesta de cómo es que el tiempo no deja nada sin masticar y —ya que estamos— averiguar cómo uno puede intentar resistirse al apretón de sus muelas. Acercarme a los dolores y amores propios y a los de los amados, encontrarme con los guantes de los que se rinden siempre sin querer y sobre los que logran crear la trampa, haciéndose los muertos.
Acá valen todas las respuestas, incluso la más excéntricas: ¿Tenés rituales de escritura? ¿Lápiz y papel o computadora? ¿De día o de noche? ¿Llevás cuadernos de notas? ¿Necesitás silencio para escribir? Si no tuvieses rituales, me interesa saber por qué.
No tengo un ritual porque trabajo a partir del desorden. Tener un ritual implicaría respetar su manual de uso y —más allá de los límites y algunas reglas insobornables— afectaría a mis pretensiones, que solo son gobernadas por un caos totalitario.
Aprovecho los momentos introspectivos para buscar ideas; si estoy barriendo, si estoy viajando, si estoy mirando las nubes, etcétera. Hay noches en las que apenas escribo cuatro líneas. Eso me demora más o menos 15 minutos, pero para llegar al resultado final estuve pensando durante 4 horas. Hay otras donde escribo carilla tras carilla pero sin corrección mediante. Luego —por lo general— esas son las noches donde el 85% de lo escrito se va directo al tacho de basura.
Escribo de las dos maneras; lápiz y papel y en la computadora.
Para escribir elijo la madrugada. Aunque durante el resto del día siempre estoy dándole vuelta a alguna idea o resolviendo un verso o estrofa que no termino de cerrarme. En otras oportunidades, aparece el deseado “llamado” al que intento atender como médico ante una emergencia. La diferencia está en que, si un día no lo atiendo, en este imprevisto nadie se muere.
Sí, suelo llevar un cuaderno. Pero sólo lo uso en trenes y bares ya que en los colectivos no puedo leer, ni escribir porque me mareo. A veces también sucede que se me olvida la birome y, por suerte, tampoco nadie muere por eso.
Cuando escribo una letra, dependo del silencio. Si es poesía o prosa, me gusta oír música instrumental mientras escribo pero varía según el día. No lo consideraría como un ritual ni como un imprescindible.
Antiguamente, la escritura se pensaba como un proceso que lleva el texto desde la imperfección hacia la perfección. Ahora, más bien, pensamos en cortes, en un momento en el que simplemente ya hay que dejar de reescribir para poder publicar o cantar. ¿Cómo te das cuenta de que una letra en la que estás trabajando ya no necesita ser modificada? ¿Modificás letras escritas tiempo atrás?
Eso sucede porque ahora nos apura la urgencia y lo nuevo pasa a ser viejo en menos de una semana. Me peleo con esa situación. La producción no debe ser consecuente a los niveles de atención externos o a los caprichos del mainstream. Si mi trabajo necesita más tiempo, porque hay piezas que no encajan o porque todavía no considero que la propuesta este madura, elijo seguir trabajando. Corro el riesgo de que la curiosidad se diluya pero no pasa por ahí; prefiero eso a sentir que la canción me está reclamando algo.
Hay una cosa en la que el tiempo sí nos puede ganar y no es la necesidad de publicar, sino el cansancio de machacarse una y otra vez contra lo mismo. Si eso me ocurre tengo tres opciones: 1- Tengo que devolverlo a la orilla para darle un respiro. 2- Le pido una mano a un colega para que me ayude a sacarlo a flote. 3- Hay que abandonar el barco.
Creo que el punto final debe llegar naturalmente, pero en algunas letras puede soltarse algún detalle, algunas palabras o versos enteros a los que hay que modificar, incluso con la obra publicada. No tengo miedo de exponer un pifie. ¿Cómo tenerle miedo si mi trabajo individual se basa en pifiar innumerables veces hasta encontrar el acierto? Los errores están, incluso cuando no los vemos y —aunque la obsesión este mediando— a veces se descubren tarde. De cualquier modo, cuando surgen esas modificaciones no pretendo llegar con ellas a un nivel de perfección. Más bien lo que intento, es movilizar el mensaje hacia un máximo estado de honestidad.
Desde tu punto de vista, ¿cuál es la relación entre poesía y música?
Son dos hermanas que se llevan bien y que cuando nadie las oye, conversan. Ambas se necesitan; se intertextualizan pero a su vez son independientes. Si una de ellas sale sola, se lleva algo de la otra. Tenemos buenos ejemplos de lo que pasa cuando se juntan con Castilla- Leguizamon, Troilo-Manzi, Pachon – Garcia Lorca, Jobim-De Moraes, Zitarrosa, Aznavour, Serrat, Buarque, etc, etc.
Por último, quisiera que nos cuentes la historia de alguna de las letras que hayas escrito.
Una noche del 2015 me llama Julián Peralta para decirme que tenía una música y que deseaba que fuese yo quien le ponga su letra. Entre charlas noctámbulas, algunos garabatos y biromes gastadas, surgieron distintos bocetos que me permitieron ir pergeñando una temática que hasta ese momento no podía argumentar con facilidad. No por falta de recursos, sino porque todavía seguía temblando al pronunciar el núcleo de su mensaje: “Inundación”. Un año antes de la propuesta de Julián, unos amigos de lo ajeno entraron al departamento donde vivíamos con mi compañera de vida. A los pocos días del hecho, nos encontramos con un segundo intento de robo, pero esta vez sin tanta suerte para los intrusos; “sólo” nos destrozaron la puerta de entrada sin llegar a reventar el picaporte. Nos dejaron sin un mango, sin puerta y con una mezcla de miedo, tensión y angustia que sobrevolaba por el aire de ese ya complicado dos ambientes. Tan difícil fue atravesar el mal rato, que decidimos salirnos de ahí y mudarnos por un tiempo a lo de mis viejos. Luego de denuncias, trámites y otros entuertos, llegamos con todos nuestros bártulos a la casa de mi familia. Cansados y sin mucho ánimo de acomodar nuestras cosas, las dejamos en el piso de la habitación y nos fuimos a dormir. Parecía que la calma venía marcando un cercano regreso, que aquello que tanto nos había desvelado ya estaba entre algodones, comenzando a cicatrizar. Pero no fue así; durante esa madrugada cayo un diluvio imposible que nos encontró descansando para poder entregarle, una vez amanecidos, otro sorpresivo tropiezo a nuestro perdido trote. Esta vez, la intrusión no tuvo denuncia, ni sospechas; fue el agua que había avanzado desde el fondo de la casa, ingresando en ella y cubriendo hasta la cruz del crucifijo que colgaba en el borde de la cama. Lo poco que nos había quedado después del robo —algunos electrodomésticos y objetos de valor sentimental— ahí andaban; arruinándose bajo nuestro oscuro reflejo. Por buscar un consuelo tonto, y para intentar mantener el cuerpo y la mente sanos, me imagine, lo que la mayoría intenta cuando anda salpicado de penas; quitarle mérito al dolor propio comparándolo con algunos males peores y ajenos. Así fue que pude focalizarme en aquellos que sufren a menudo por estas cuestiones, no sólo por un temporal sino por cada uno de ellos. Esos que, a pesar de la repetida derrota, se tienen que quedar con el agua sobre el techo porque no tienen a donde ir, ni a quién reclamar, ni a quien pedir. Mi problema, tarde o temprano, sería menor e iba a tener un desenlace sin tantos inconvenientes —incluso con una letra interesante para entregarle a Peralta—, pero delante de mis asuntos y delante de “Inundación” seguirán remándola como puedan esos tantos que, al día de hoy, continúan recibiendo un contestador o una palmadita del futuro candidato a intendente como mejor respuesta.
Inundación
Juan Serén
Mi casa sigue abierta,
ya no pude regresar.
Mi cruz bajo su puerta,
una escéptica señal.
Lloraban los fantasmas
la sentencia del adiós,
vendrán sobre la nueva inundación.
Qué cínica respuesta
la tormenta sacudió,
el agua transparenta
todo el barro en mi dolor.
Llegar a la distancia
respirando voluntad,
ya todo lo que fue no volverá.
Esquivando mis ausencias,
rebalsando de ansiedad,
la tormenta que acelera
el castigo del final.
Charco y mugre en la prisión,
trampea el corazón
sus cartas sin marcar.
Oro negro en el turbión,
no habrá quien diga no,
será otra inundación.
Apenas faltan piezas,
ya no hay tiempo por traer
ni puentes que sostengan
la tragedia del después.
Testigo de otro juego
que este barrio no acunó,
tablero para la desolación.
Se han roto los cristales,
nuestro cielo enfureció.
La suerte ha sido echada
bajo la especulación,
repiten los milagros
añorando otro cliché,
se pierde en la crecida nuestra fe.
Esquivando mis ausencias,
avanzando en soledad,
desparramo en las miserias
tantas penas por ahogar.
Charco y mugre en la prisión,
trampea la ilusión
de un lunes sin domar.
Cuando el sol diga que no
habrá un contestador
por otra inundación.