Alejandro Guyot (2021). Sangre. Buenos Aires: Alto Pogo
por Luciana Di Milta
Los acontecimientos de la crisis del 2001 pasaron automáticamente de la pantalla de un televisor Sharp enorme al archivo mental. Yo vivía en Mar del Plata y tenía trece años cuando vi las imágenes de los saqueos, del dueño del supermercado chino llorando, de los canas cargando gaseosas en un patrullero (¿serían del mismo supermercado?). Vista desde otra ciudad separada por 400 kilómetros de campo y pueblos con estaciones de trenes abandonadas, Buenos Aires era un monstruo enorme donde todo queda lejos y la boca del subte C de Retiro se parecía, al menos antes de la pandemia, a la entrada del mismísimo Averno. Vista desde la perspectiva que brinda el centro porteño, el asunto no cambia: Buenos Aires es un monstruo enorme que, además, vomita alienados y pícaros dignos de una comedia de Quevedo. Uno de ellos es Dante Cortediré, el protagonista de Sangre, la primera novela de Alejandro Guyot. El Averno de este Dante también coincide con la línea C del subte, pero se ubica en el otro extremo, en la estación Constitución. El trabajo de Dante como cajero del minibanco es, como los castigos impuestos a los pecadores que habitan el infierno de La divina comedia, eternamente repetitivo (Dante lo recordará, tiempo después, en un museo de la tortura, aterrado, dentro de una doncella-virgen de hierro). Atormentado por el malestar y la crisis social y económica, el protagonista decide irse a Europa a probar suerte. Su abuelo inmigrante, ese que vino “con una mano adelante y la otra atrás”, único miembro de la familia que apoya el proyecto, le recomienda ponerse en contacto con un pariente en Trento. En episodios cortos rematados por la imagen de una sugestiva madonnina, Guyot relata, con mucha ironía, un periplo de rebusques que devuelven a Dante nuevamente al infierno de la repetición: el recuento de pelotas de tenis en su primer empleo europeo, el hecho de ser él mismo parte de la “chusma inmigrante”, las letras de los tangos que resuenan en cada aventura/desventura -el cuartito mistongo, las escenas de curdelas, el calor del querosén, las chicas mal de casas bien-. Las vírgenes, que se diseminan en la historia como las pistas en el relato policial, son las señales de que el milagro (o la catástrofe) se aproxima. Las cosas van de mal en peor, hasta que Dante conoce, a través de Bruno Corte Di Re, su pariente, la historia familiar. Se trata de una antigua estirpe de fabricantes de milagros con forma de vírgenes lloronas. Los juegos de repeticiones e inversiones son la columna vertebral del relato: en la sangre de los Cortediré circulan el desasosiego y el ingenio, la inmigración y el sueño de una vida mejor, los problemas cuya solución es aún peor que los problemas y la “viveza criolla”. A su regreso, Dante redescubre su tierra en el paraíso terrenal kitsch del Once: “sahumerios, inciensos y aceites aromáticos, cristos con rosarios y crucifijos, cartas de tarot, estatuillas de distintas vírgenes, escapularios, medallas milagrosas y hasta huesos humanos para payé, entre otras curiosidades”. De esclavo a patrón, de víctima del neoliberalismo a garca full time, de las madonninas lloronas a su versión globalizada, los gatitos Zhaocai Mao, todo sigue la lógica de la repetición deformada o invertida. Quizá uno de los mayores aciertos de la novela de Guyot sea la omisión de juicios de valor que podrían caer sobre el protagonista. De esta manera, el trabajo de escritura privilegia la pérdida de escrúpulos por parte del protagonista, y este proceso se convierte en el hilo conductor que atraviesa las acciones y hace del texto una unidad sólida. La atmósfera tensa se mantiene desde el principio hasta el final, como las madonninas que cierran cada capítulo. Un plus: la voz narradora se construye con un ostensible sentido del humor, sin pasajes lacrimógenos, como siguiendo la fórmula de Carlitos: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa”.
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