Por Fernando Krapp
Ilustración por Hago Tiritar los Pastos
Me temblaban las piernas. Había corrido en la cama. Estaba solo en el colchón de dos plazas. Me senté. Debían ser la diez y pico de la mañana. Se me armó en la cabeza un tétrix de todo lo que tenía para hacer: comprar bebida en el mayorista, charlar con una nueva orquesta que parecía estar pegándola, entrevistar a un par de bailarines. Tenía un largo día, tan largo que ya estaba cansado de antemano. Me vestí; escuché unas voces abajo. Claudia no se había ido. Quizás había tenido un gesto de pareja, quizás me estuviera preparando el desayuno. En ese caso, tendría que armar mi mejor cara de culo simpático, tomar el café, tragar las tostadas en silencio y responder todo con sugerentes monosílabos.
Bajé las escaleras haciendo mucho ruido. Atravesé el pasillo que desembocaba en la milonga. Abrí la puerta interna. Lo primero que vi fue un brillo en los ojos de Claudia. Un brillo que todavía me quema en la memoria. Al ver ese brillo, descubrí que yo también estaba sintiendo algo por ella. Que no por nada siempre me terminaba acostando con ella. Que no por nada la dejaba quedarse. Que no por nada le hacía el amor con la suavidad con la que se lo hacía. Entonces, cuando me habló, no le entendí lo que me decía, apenas pude ver el movimiento de sus labios y el fragor de sus dientes blancos. ¿Qué decís?, dije. Funcionó, Hugo. El qué. Funcionó te digo. Cómo que funcionó. ¡Funcionó! Miralo, ahí está.
Y ahí estaba. En serio. Para qué mentirles. Estaba ahí: la clave para que mi negocio reflotara. Ahí estaba, puta madre. Vino caminando hacía mí, y tengo que admitir que su mera presencia, su andar de gatopardo, su, cómo se dice, aura es, ¿no?, bueno, eso, aura, me hizo retroceder unos pasos. Me saludó con una voz asordinada, de propaganda vieja, y sonrió. Lindo boliche tiene, dijo. Yo no lo podía creer. No lo podía creer. Claudia lo agarró por el brazo, y eso me dio bronca. Al final era una puta cualquiera. Pero bueno, era Gardel. Y Gardel es Gardel, la puta madre. Quiero que quede claro: tenía a Gardel. Así que me arriesgué. Contraté a una orquesta a precio sideral. Le armé una piecita a Gardel para que durmiera en la misma milonga y por la noche lo hice grabar. Es increíble el poder que tiene la voz, el poder que tienen los mitos, y el poder que tienen esos mitos sobre los oyentes: Gardel cantaba mejor. Cada día mejor. Y no sólo cantaba mejor, sino que seguía teniendo el mismo magnetismo, o al menos el mismo magnetismo que yo me había imaginado que debió haber tenido en un pasado lejano, de tan lejano ideal.
Y fue un éxito; invité a Claudia a vivir conmigo. Todo me estaba saliendo bien. Tenía novia por primera vez en mi vida; es decir, estaba realmente enamorado, y de golpe mi negocio funcionaba. Cosmópolis, ¡qué tiempos aquellos! Primero se corrió la voz de que había un tipo que imitaba muy bien a Gardel, y estaba cantando en Cosmópolis, pero cuando la gente lo veía en escena, cuando lo escuchaba cantar, cuando veía el brillo en sus dientes, los ojos opacos, la cara blanca como un Pierrot, el traje cruzado, negro azabache, el porte, el peinado a la gomina, la media sonrisa, la boca perfecta, las manos abiertas, todo, cuando lo veían ahí, creían realmente que era Gardel. El tipo los hipnotizaba, ¡quien carajo podía cantar mejor “Cuesta Abajo”, “El día que me quieras” o “Volver”!
Bueno, tenés otros cantores, me dijo Claudia cuando grité esa frase en plena noche de otoño. Algo me hizo clic en la cabeza: tenía que cambiar el nombre de la milonga. Tenía que conseguir esos otros cantores. Tenía que ser algo que realmente fuera del futuro. Cuando de golpe me vi como presentador de Julio Sosa, de Roberto Goyeneche, de Pichuco Troilo, qué mierda… ¡Reviviría a toda la orquesta de Troilo! Todo en una gran noche. Haría que Piazzolla tocara para Gardel. Que Fiorentino probara su voz con el narigón. Y ni hablar de los bailarines, lo traería a tal y a cual, lo sacaría al Cachafaz de la tumba para que bailara. Claudia se mostró poco entusiasmada con mi desborde emocional. No podés cambiarle el nombre a algo. Pregunté por qué. Es como en los barcos. ¿Qué tienen los barcos? Trae mala suerte. No seas boluda. Esa noche peleamos feo y casi le pego una cachetada. Así que fui solo a ver a la vieja. La vieja no cuestionó nada. Mientras yo lepusiera la plata, todo funcionaría. Perfectamente funcionaría. Pero no fue tan perfecto. Las grietas, las putas grietas. Yo me entiendo.
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El relato «La milonga del futuro» está incluido en el libro Bailando con los Osos, que 17grises acaba de reeditar y distribuir en librerías.