Por Fernando Krapp
Ilustración por Hago Tiritar los Pastos
Mike sabía de tango menos que yo. ¿Y qué carajo sabía del futuro? ¡¿Y qué mierda era el cosmos para Mike?! Pero no me importó; ya había gastado mucha plata, mucho tiempo y mucha energía. Quería ver ingresos. Hay un momento en los proyectos en que parece que nunca va a salir nada; después de la excitación inicial vienen la incertidumbre, la duda: ¿para qué me embarqué yo en semejante delirio? Cuando el final de esa parte está cerca, uno ya trabaja por inercia. Y por inercia acepté el nombre. Además, el flaco Mike, con su aspecto desgarbado, sus ojos saltones de marciano, y su voz aflautada y melódica, tiene algo de buen vendedor. Contagia. Y yo que mido un metro cincuenta y no terminé el secundario me dejo convencer. Dije que sí, que sea Cosmópolis.
Contratamos en consignación a una pareja que daba clases. Se llamaban Ernesto y Débora. Ernesto era un tipo alto, cincuentón, de ojos azules, con una arrogancia desmedida y proporcional al tamaño de su panza, que desbordaba espuma en un esqueleto de viejo gerente de banco. Para mí bailaba bien; Mike decía que no. Débora era más joven, de unos cuarenta y pico, arrabalera, un tanto cachivache para mi gusto. Cornudos uno del otro de acá a la China. Vivían peleando. Entraron a nuestra milonga peleando, y peleando se fueron en su camioneta cuatro por cuatro. Habían aprendido de grandes y ahora se dedicaban a eso. Nosotros nos quedábamos con un cuarenta por ciento de la clase por cada bailarín. Eso no alcanza ni para cuatro cervezas pero ayuda. Traerían bailarines novatos, harían publicidad por cuenta propia y eso pondría en funcionamiento el boca en boca, o al menos nosotros guardábamos esa esperanza: tenía que funcionar como una puta onda expansiva.
Imprimimos unos folletos, pero la verdad que de poco nos servía: en el fondo, nuestro negocio era turístico. Y para dejar un folleto berreta en albergues y hoteles teníamos que pagar. Entré en desesperación: la cosa no avanzaba. Caí en la cuenta: no habíamos visto nada de la competencia, no habíamos ido a otras milongas para ver cómo trabajaban; en el fondo, no sabíamos nada del negocio. Me enojé con Mike, pero tenía que aguantar, confiar en el boca en boca de la gente y esperar. La primera noche que abrimos después de la clase de tango, tuvimos unas diez parejas y un grupo de belgas que cayeron de pura suerte.
Mike desplegó sus cualidades y generó una sensación de calidez, de familiaridad. Había que verlo. Ni yo lo reconocía. Tenía bien estudiados por Internet los videos de Carlos Gardel y de Julio Sosa. Cómo hablaban, el chamuyo arrabalero, y eso lo combinó con su propia forma de hablar, con palabras nuevas que se usaban en las jergas locales, en los tugurios de mala muerte del conurbano sur, en los puteríos de Gerli y de Avellaneda (Mike era un cliente de fierro), en los cibers donde los pibes van a meterle siete horas seguidas a los video juegos después de la escuela. Esa noche, cuando llegó, noté que había elegido con precaución su vestuario. No quería ser un presentador de circo, no era la idea, quería ser elegante. Anacrónico, dijo él, que seguro había escuchado esa palabra justo para la ocasión. Y la verdad que el flaco se las ingeniaba; sabía tratar a la gente, sabía encandilar sin enceguecer, sabía entrar y salir cuando era necesario. El hijo de puta tenía tacto para esas cosas. No por nada un cartón pintado como “La Martita” funcionaba bien. Gracias a él.
Pasado el primer mes, la cosa marchó velocidad crucero; lástima que sin ingresos. Laburábamos el doble, allá y acá. Mike empezó a tomar clases de tango. Yo lo imité por curiosidad, pero no iba conmigo; soy demasiado petiso para aprender tantos pasos hechos, tampoco soy muy creativo a la hora de hacerlos sobre la marcha. Lo mío es el trabajo duro y parejo; en un barco que avanza yo sería el motor y Mike la combustión. Sin embargo, la personalidad de mi socio había cambiado, más allá de que ahora estaba tomando mucha más cocaína. Se acostó varias veces con Débora, según me contó. Había química entre los dos pero también era cierto que Débora lo estaba usando para vengarse de todas las amantes que tenía su marido. Hasta que Ernesto se enteró; una percanta nunca deja de ser una percanta y el macho su macho, según me dijo Mike tiempo después. Así que una tarde noche yo llegué de “La Martita” y lo vi al flaco a las trompadas con Ernesto por esa mina. Me sentía en una película del pasado; faltaba que sacaran los cuchillos para empezar un duelo a lo Fierro. Débora, contenta por ser el centro de la atención. Ellos discutieron y pelearon, pelearon y discutieron, hasta que Ernesto agarró sus cosas y se fue. Mike no sólo era uno de los dueños, ahora también era el bailarín estrella.
Para leer La Milonga del Futuro completa hace click acá
El relato «La milonga del futuro» está incluido en el libro Bailando con los Osos, que 17grises acaba de reeditar y distribuir en librerías.