Por Fernando Krapp
Ilustración por Hago Tiritar los Pastos
Nos iba bien. Empezábamos a tener ingresos suficientes como para recuperar la plata invertida. El NN cobraba su parte y nosotros ya estábamos haciendo un sueldo acorde a nuestros esfuerzos. La gente venía, se nos llenaba de turistas, y Mike junto con Débora daba clases de tango a varios grupos a la semana. Aprendió rápido gracias a su pragmatismo y su facilidad como comerciante; aunque hablaba más de la cuenta y en verdad Débora lo llevaba a él en el baile. Pero Mike ya estaba perpetrando mentalmente otro negocio, yo podía olerlo, y también podía oler que yo no figuraba en los planes de ese nuevo negocio. Trajimos una orquesta que tocó por unos meses a bajo precio. Tuvimos suerte. La orquesta se llamaba Falcón. Combinaba bien un espíritu rockero, propio de la edad de sus músicos, con la nostalgia del tango. Era un aire fresco metiéndose a un ambiente viciado por las nieblas del Riachuelo. Su público nos cayó de rebote. Y su éxito creció. Casi por descarte, crecimos nosotros. Increíblemente, al poco tiempo, alcanzamos a comprarle la otra parte al NN ése y terminamos por ser los propietarios. Tuvimos que contratar dos meseras más y yo me pude acostar con todas. Pasaba de ser un simple cocinero a una suerte de empresario del tango. Así llegó el gran día en que con Mike nos plantamos frente al dueño de “La Martita”, y si bien no le dijimos de todo – porque el tipo nunca dejó de apoyarnos, y hasta de querernos un poco – nos desprendimos de él.
Jamás pensamos en tener el éxito que tuvimos. Pero uno hace cosas a veces sin medir consecuencias, sin entender del todo lo que pasa a su alrededor. Los presagios, quiero decir, puta madre, estoy hablando de los presagios. Porque una noche, después de renunciar en “La Martita”, tuve un sueño raro. Soñé que estaba haciendo un pescado que de golpe me hablaba, y me pedía que por favor no lo cocinara. La voz del pescado me sonaba familiar, algo parecida a la voz de Mike, mezclada con la de Rita, mezclada con la de Ernesto, mezclada con la de Débora, mezclada con la del NN, mezclada con todas las voces del puto cosmos. Y así con el pescado en la mano, salí de la cocina y de golpe estaba en una milonga extraña. Por las ventanas se veía el cielo negro. Me acerqué al vidrio y vi que la milonga flotaba. Volví a mirar hacia adentro y ahora el pescado que supo ser parlante era un pescado enorme, del tamaño de una persona, vestía de gala para la ocasión, y me incitaba a dar unos pasos. Sonaba en el fondo una orquesta de brótolas tocando “Afiches”. El pescado me volvía a pedir de bailar. Pero, dije, estás grillado. Dale, Huguito, dijo el pescado, yo sé que a vos te gusta. Así que me lancé a la pista y di unos pasos de baile con el pescado, hasta que de golpe, sin quererlo, estaba hincando mis dientes en su cabeza.
Desperté con un espasmo. Claudia –una mesera nueva– pegó un grito. Qué pasa, preguntó. Me toqué la frente: sudaba a mares. Me puse a reír, a reír a carcajadas. Ella me miró asustada, y yo, creyendo que así podría dejarla tranquila, le conté más o menos lo que había soñado. Ella se reía de mi sueño. Y yo, de golpe vi un brillo extraño en esa risa. Tan extraño que me aterró: vi que tenía colgado un poco de perejil en el colmillo derecho. Ese cacho de comida vieja en la boca de una mujer con quien yo había pasado la noche me llenó de asco, y una premonición muy extraña me embargó todo el cuerpo. Salí de la cama kingsize, le pedí un taxi de vuelta, me despedí, me mandé bajo la ducha y después de la ducha, frenética, traté de dormir. Algo estaba por pasar.
Dicho y hecho. Esa noche no volví a pegar un ojo; me desperté con las primeras luces de la mañana. Bajé a la pista de baile (estaba durmiendo en la misma milonga para dejar por fin la casa de mi viejo sin necesidad de pagar alquiler). Estaba empezando la primavera, por la luz debían ser como las siete y media de la mañana. Me preparé un café, me senté a la barra para tomarlo, tratando de poner la mente en blanco. En eso escuché un ruido. El sonido metálico de una llave. Me paré nervioso; Mike venía con su paso espástico, agitando los brazos a los costados. Huguito, me dijo, no pensé encontrarte despierto. Tuve una pesadilla, ¿querés un café? No gracias. Se sacó el saco blanco (últimamente me daba un poco de bronca verlo vestido como un compadre de película) y lo puso encima del taburete. Se había dejado un bigote finito, se peinaba todo para atrás con gel y se ponía una crema facial que le iluminaba la cara. Los ojos le giraban por la cocaína. Probablemente había tomado en el auto antes de entrar.
¿Qué hacés tan temprano acá?, pregunté. Tenía que hablar con vos. ¿Te peleaste con Débora? Al contrario, dijo, me caso. Felicitaciones, dije, y tomé un trago largo de café. Entramos en un páramo de silencio. Los dos sentados, acodados a la barra, a las siete y pico de la mañana, mirando un barman fantasma, como en esa película del escritor que intenta liquidar a su familia porque se lo piden los muertos de un hotel congelado. En una de ésas el barman me decía de matarlo a Mike. En una de ésas había fantasmas en la milonga de antes; en una de esas todo puede pasar. Miré a mí alrededor para desviar la vista del bulto; parecía un chiste todo lo que habíamos logrado, como si fuera de otro. Tengo otra noticia para darte, dijo Mike. Pegue, dije. Creo que sí voy a tomar algo, dijo. ¿Café? Algo más fuerte. Me bajé del taburete, di la vuelta a la barra, y agarré una botella de ginebra. Le di un vasito, y se lo tragó de un solo golpe. Estiró la boca hacia atrás e hizo un gesto invisible; volví a cargarlo. Era algo serio.
Me voy a Europa, Huguito. ¿De luna de miel?, pregunté. Lanzó una risa que se quedó flotando desesperada. No, Huguito. Bueno, sí, también me voy de luna de miel. No entiendo, dije. Me voy de gira con la orquesta, de gira como bailarín. ¿Tan bueno sos? No tanto. ¿Entonces?, dije. Como bailarín de relleno en verdad, dijo y pegó un trago más de ginebra. Y dijo: con la orquesta tenemos montado un show. Yo soy el manager. Y nos contrataron. Hay buena plata. Nos vamos a Europa: Madrid, Roma, Berlín, Hamburgo, Ámsterdam, París, Praga, Londres, y de ahí a China, Japón, Australia. Genial, dije, cortante. Son nueve meses, dijo. Se hizo un silencio. En parte estiré el silencio yo mismo. No quería escuchar lo que me iba a decir, lo que yo estaba esperando que me dijera. Pero él tampoco iba a hablar por las suyas. Qué vas a hacer entonces, dije. Te vendo la parte. Es imposible que te la compre ahora, dije, vos lo sabés. Me la podés comprar en cuotas, dijo, te doy dos meses de changüí, ya consulté con un abogado. ¿Para tanto?, dije. ¿Pensás que te voy a cagar después de todo lo que laburamos? No, Huguito. No me digas Huguito, me revienta que me digas Huguito, lo sabés. Disculpá, dijo, y se clavó otra ginebra. ¿Cuándo salen?, pregunté por preguntar, porque en verdad me importaba tres carajos. La semana que viene, dijo. Estuvo un rato más en silencio, hasta que se puso el saco otra vez y se quedó de pie mirando lo que habíamos hecho los dos. Me dejás en bolas, le dije. Algún día me vas a entender. No te voy a entender una mierda, ni tengo ganas de hacerlo, le dije. Mandame una postal. Se mordió el labio de abajo, pateó el piso, y salió taconeando.
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El relato «La milonga del futuro» está incluido en el libro Bailando con los Osos, que 17grises acaba de reeditar y distribuir en librerías.